La aparición de la fotografía en la escena del arte y de la comunicación fue celebrada porque parecía confirmar la afirmación de Heidegger de que el arte era la verdad puesta en obra
Verdad, tiempo, memoria
(Extracto)
Por: Joan Fontcuberta
La primera de todas las fuerzas que hoy dirigen el mundo es la mentira, escribe Jean-François Revel en la primera línea de su libro La connaissance inutile (1989). Aunque tal enunciado procede de un observador político, lo cierto es que la imagen está contribuyendo poderosamente a este statu quo generalizado de la mentira. Durante siglos de hegemonía de estética idealista, por el contrario, el arte ha buscado la identificación entre belleza y verdad. Heidegger, por ejemplo, afirmaba que el arte no era sino la verdad puesta en obra. La aparición de la fotografía en la escena del arte y de la comunicación sería celebrada precisamente porque parecía confirmar aquellos supuestos desde el irrefutable argumento de la ciencia y de la técnica. Ya no se trataba de una mera especulación filosófica, socialmente implantada, sino que aquí intervenían propiedades tangibles de la naturaleza –de la óptica, de la química, de la mecánica–, para hacer que la verdad quedase transferida a la superficie de las sales de plata. Pero ésta no resultaría –hoy lo vemos con claridad– sino otra creencia, una creencia más, solo válida en función de unas convenciones culturales determinadas históricamente por la ideología dominante, o mejor aun, por su Weltanschauung.
La fotografía era a la vez la consecuencia y el soporte de una naciente tecnología generadora de información y, por ende, de poder, y su naturaleza dependía –y depende todavía– sustancialmente de los contextos en que discurría. Y hoy solo hace falta asomarse a los escaparates de los mass media o a las tribunas emisoras de los discursos culturales vigentes para entender que la apariencia y el simulacro han reemplazado a la realidad. La fotografía contribuye en nuestros días, desde la información y desde el arte, a esta implantación generalizada de la mentira. […]
Verdad significa la conformidad entre el conocimiento intelectual y el ser. El fotógrafo documental aspira a ofrecer esa conformidad entre la interpretación que hace de los hechos y sus imágenes. Pero en la práctica esto queda reducido a una cuestión de intenciones, y no solo por parte del fotógrafo, sino también del espectador. Más allá de una obvia actitud de respeto hacia el tema fotografiado, la verdad no puede existir por sí sola; no es cualidad de nada, sino que es otra convención: depende sobremanera de cómo la imagen es culturalmente posicionada. Depende, en definitiva, de un cierto credo de actuación.
Cuando el arte lo ha probado ya casi todo con el espacio, se pone énfasis en el tiempo. Con respecto al tiempo, la fotografía mantiene un especial maridaje. Un antiguo conservador del Beaubourg, Pierre de Fenoyl, decía que, por encima de todo, el acto fotográfico representaba un combate con el tiempo, y el poeta Vicenç Altaió ha radicalizado esta idea afirmando que, en nuestra época, ya no son los relojes los instrumentos que marcan el tiempo, sino las cámaras. Vivimos bajo la tiranía de lo urgente; la velocidad y las prisas son consustanciales a nuestra sociedad moderna. El tiempo ha devenido no solo una dimensión vivencial, sino también nuestra más preciada moneda: en la vida, lo único que hacemos es comerciar con nuestro tiempo. El gesto fotográfico primordial, pues, adquiere un valor simbólico: detener el tiempo, perpetuar la vida. Incluso el propio proceso de la fotografía documental obliga a replantear el valor y el uso del tiempo: la metáfora del pescador que espera paciente resulta elocuente. Por ejemplo, se ha desarrollado una noción de cultura del viaje que en realidad se trata de una cultura del desplazamiento. En realidad, ya no viajamos; simplemente nos trasladamos: solo importa el origen y el destino, e intentamos acortar al máximo el lapso entre ambos. Queda, entonces, la posición testimonial del fotógrafo de reportaje, atento no solo a los extremos, sino a cada punto de ese intervalo.
La mirada evidencia la distancia entre el yo y los otros, y la fotografía no hace sino certificar esa distancia mientras construye una memoria. Fotografiamos para evitar el olvido y moldear la mitología de un cierto pasado. Si a la fotografía documental habría que reconocerle alguna función esencial, ésta consistiría simplemente en impedir que se disipara la memoria, que estableciera un legado gráfico de impredecible valor (sociológico, antropológico, político, etc.): imágenes que más adelante permitieran interpretar y saber.
Tal vez la fotografía documental haya explorado ya todo su vocabulario estético. Ahora lo importante será (mejor dicho: seguirá siendo) cómo los fotógrafos lo emplean. Porque, al margen del acerbo lingüístico, nos están hablando de lo mismo que tantos artistas de vanguardia.
Publicado en: LÁPIZ Revista Internacional de Arte, año IX (nº 72), noviembre de 1990, pp. 22-23.
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