Publicado en: LÁPIZ Revista Internacional de Arte, año XXXV (nº 291/292/293)
Por: Vivianne Loría
Las últimas dos décadas han sido las del ascenso de internet como el nuevo medio que rige nuestra experiencia del mundo, en sustitución de la televisión y la radio, hoy penosos supervivientes de la era dorada de los medios de comunicación. La Red es un espacio inaprensible, la gran promesa de insospechados recursos y lúdicas experiencias virtuales que nos invitan a vagar extasiados mientras sentimos que el tiempo se contrae, exorcizando el aburrimiento.
Lo que nos seduce sin remedio es la evasión, que en ese mundo inmaterial toma la forma preferente de millones de imágenes que nos dedicamos histéricamente a coleccionar, que absorben nuestro tiempo mientras la vida pasa, amarga y anodina, ahí fuera. Las tragedias y las injusticias duran en internet apenas un instante, el que necesitamos para comprender de un vistazo qué ocurrió, dónde y hace cuánto, antes de que saltemos a un tablero de Pinterest, a un post de Instagram o a cualquier otro repositorio de material visual para el ensimismamiento. Las imágenes han sido siempre nuestro refugio, nuestro consuelo. Son la única vía para rectificar la realidad, para embellecer la fealdad del mundo y para soñar con un futuro prometedor. Nuestra dependencia de las imágenes fue lo que nos llevó a inventar el arte y la estética, lo que nos ha hecho durante siglos cuestionarnos lo que vemos, especular sobre lo que no podemos percibir con nuestros ojos y soñar con las configuraciones ideales de una realidad perfecta materializada en la arquitectura y el diseño. Primero imaginamos, luego creamos.
Hoy nuestro amor por la imagen se ha convertido en adicción, y para saciar la voracidad de nuestra mirada hemos inventado un banco de imágenes planetario que engorda monstruosamente cada día, cada minuto, engullendo todo lo demás. Hay mucho por ver, y muy poco tiempo para hacerlo. Solo podemos consumir una fracción de todas aquellas imágenes que nos pueden interesar, y debemos hacerlo a una frenética velocidad, saltando entre ellas y dejando atrás decenas mientras vamos en pos de las miles que nos aguardan, apenas disfrutando de las pausas necesarias para estar al día con la última serie de Netflix o los últimos exabruptos de la política internacional colgados en YouTube. En este descomunal repertorio visual, ¿que papel le queda al arte? ¿Qué incentivos tiene el artista hoy para crear? Hoy, que el espacio de la imaginación se ve infectado por imágenes prefabricadas, ¿no se extinguirán los artistas, víctimas como somos todos del torbellino devorador de las imágenes digitales? En todo caso, ¿dónde quedará su público, si el mundo entero parece cada vez más hipnotizado por el hechizo de la virtualidad digital? En las últimas décadas las instituciones artísticas se han mostrado obsesionadas por conjurar el fantasma del elitismo haciendo lo posible por acercar el arte a los legos. Al mismo tiempo, las tendencias artísticas se han empleado a fondo en la destrucción de la aureola que rodeaba al Arte desde el Renacimiento, proclamando su repudio al refinamiento visual y, finalmente, su derecho a la abyección y la insustancialidad. Quizá el arte ha culminado por fin este proceso y hoy ya se encuentre fundido en el magma visual de nuestro tiempo, aunque el sistema artístico –ese entramado institucional y privado que le rodea en la forma de museos, galerías y demás– siga marchando por inercia.
Desde sus inicios, Lápiz se propuso como un foro en el cual abordar el fenómeno plástico en sus diversas facetas y sinuoso discurrir. En estos 35 años, nuestra revista ha cumplido con la tarea de medir el pulso del acontecer artístico tanto en España como en el plano internacional, y ha reflejado en sus páginas la evolución tanto del discurso crítico como de los universos temáticos que ha ido abarcando el arte en su imparable expansión sobre la vida. Si en la época en que nació Lápiz preocupaba la desmaterialización del arte y la recuperación de la pintura, en los últimos años nuestra revista ha mostrado la creciente obsesión por un mundo dominado en exclusiva por la avalancha de imágenes posibilitada por la cultura digital, en la que la indiferenciación parece amenazar seriamente a la creación artística. Es cierto, la creatividad plástica no morirá. Quizá ya no la llamaremos “Arte”, pero continuará su singladura pues es uno de los mayores motores del impulso civilizatorio humano. Ya no la llamaremos “Arte” y ya no será patrimonio de los “artistas”. Como vislumbró Beuys, hoy vivimos en el umbral de esa era en la que todos en algún momento podremos enarbolar la antorcha de la creación plástica, sumándonos al clamor virtual de las multitudes en la consigna “¡Do It Yourself!”.