Publicado en: LÁPIZ Revista Internacional de Arte, año XXXIV (nº 288)

Janusz Maria Brzeski, “VII. sielanka XX. wieku”(Idilio siglo XX. nº 7), de la serie
“Narodziny robota” (Ha nacido un robot), 1933, fotomontaje, 15 x 11,5 cm.
Por: Vivianne Loría
En el filme de 1989 Back to the Future II (1989), dirigido por Robert Zemeckis, la aventura de los personajes les lleva al año 2015, y con este pretexto se nos muestra, entre otras fantasiosas novedades del mundo futuro, un híbrido de televisor y teléfono que en aquella posteridad imaginada sería el no va más de la intercomunicación: una enorme pantalla plana apaisada que mostraría el busto de nuestro interlocutor. Hoy podemos disfrutar, en efecto, de este tipo de llamadas, solo que en un formato más discreto, que nos permite ir por la calle con la pantalla en la palma de nuestra mano.
El futuro retratado en el filme de Zemeckis es, por lo demás, colorido y extravagante. Despreocupado, como lo solían ser los blockbusters del cine de los ochenta. Se nutre de una tradición de cien años que ve en el porvenir una promesa de bienestar y estímulos creativos. Pero el acervo general de esta centuria de fantasías futuristas deja en evidencia que la balanza se inclina a favor de las premoniciones funestas y los oscuros presagios. En la novela fundacional de la ciencia ficción The War of the Worlds (La guerra de los mundos, 1898), de H. G. Wells, ya se proponía una profecía siniestra que ha llevado a generaciones a mirar al firmamento ya no en busca del ojo severo de Dios, sino llevados por el temor a descubrir un día una flota de naves intergalácticas aproximándose a toda velocidad a la Tierra.
La obsesiva preocupación por el futuro de la humanidad ha ido en aumento desde la expansión del desarrollo industrial a mediados del siglo XIX. En la primera década del siglo siguiente, esta tendencia dio a luz el Futurismo, que, enmarcado en la eclosión de las vanguardias históricas, defendió una visión brillante y totalitaria en la que el futuro tenía un aspecto “descomunal, terrible, y rutilante”, como el ideal del Partido que describiría George Orwell en su mítica novela 1984 (1948): “Un mundo de acero y concreto, de monstruosas máquinas y aterradoras armas; una nación de guerreros y fanáticos, marchando adelante en perfecta unidad, todos albergando las mismas ideas y gritando los mismos eslóganes, permanentemente trabajando, luchando, triunfando, persiguiendo…”. En Orwell, ese ideal contrasta con una realidad que recuerda lo que fue la larga posguerra española. De igual manera contrasta el mundo futuro presentado por Cameron Menzies en su filme de 1936 Things to Come, basado en la novela homónima de H. G. Wells, con el turbio capitalismo glorificador de la fábrica que mostraba en 1927 Fritz Lang en su película Metrópolis.
En la novela de Wells, publicada en 1933, se presagia una guerra mundial consecuencia de la cual surgiría un único Estado-nación totalitario. Wells vaticinó que esta guerra se iniciaría a principios de 1940, pero el resultado de los enfrentamientos sería, en su visión, la descomposición total de los Estados de la Tierra y la amenaza de la extinción por las plagas, seguidas del advenimiento de una dictadura “benévola”, promotora de la ciencia y la tecnología y abanderada de una quimérica abolición de las religiones, preámbulo de un mundo utópico que cristalizaría en el siglo XXI y que encontraría en el megaestado paternalista su secreto para el éxito.
En Orwell, el mundo que sigue al conflicto es el de la represión estalinista. En 1984, el mapa político mundial se divide en tres naciones surgidas de una guerra a escala planetaria ocurrida unos treinta años atrás. El Estado en el que vive el protagonista es gobernado por el “Gran Hermano”, que vigila con celo a los ciudadanos a través de “telepantallas” colocadas en casas, calles, plazas, etc. Desde hace un par de años sabemos que, al igual que las “telepantallas” descritas por Orwell, nuestros modernos “televisores inteligentes” podrían estar mirándonos, y, si no nos alcanzan con su ojo, siempre pueden espiar nuestras conversaciones. Pero, ¿quién y para qué nos observa? Hoy son las grandes compañías y los hackers, que recopilan información sobre nuestras preferencias e intereses para venderla a otros, que la explotarán principalmente en el comercio de la publicidad, en la consecución del nuevo maná de esta fase del capitalismo: la segmentación de la población para la distribución de anuncios personalizados. Sin embargo, un horizonte acechante se alza ante nosotros, y tiene precisamente la forma de una brillante pantalla, de la que ya comienzan a surgir tentáculos de los que un día ya no podremos escapar.
A lo largo de estos cien años la tecnología nos ha prometido un porvenir que resplandece con los brillos del metal y el cristal, pero muchas mentes clarividentes nos han venido advirtiendo sobre el oropel engañoso de un futuro gobernado por el impersonal ojo de la técnica. Lejos del ingenuo optimismo ante los avances de la humanidad, hoy vivimos atenazados por miedos difusos que nos susurran los horrores que cada vez podrían estar más cerca: hambruna, epidemias y conflictos bélicos planetarios, aderezados por posibles asteroides en colisión con la Tierra, y quizá científicos locos que ya estén criando clones humanos en secreto, mientras los cerebros de la cuántica ultiman las bases del macroordenador omnisciente y los inventores japoneses se aproximan al primer androide digno de Blade Runner.