Lo que caracteriza al cristal de la pantalla –y con ello, al cuerpo que transparenta y refleja– es su falta de densidad, su materia traspasable, sin secretos, su casi inexistencia
Lo sublime tecnológico
(Extracto)
Por: Piedad Solans
Si el espejo fue en la modernidad la superficie simbólica donde se representaba el ser y el mundo, y la imagen especular donde se verificaba la existencia del cuerpo y la confirmación de su identidad, el escenario artístico postmoderno ya no se produce en el espejo, sino que desplaza sus reflejos a la transparencia de lo cristalino. Y no solo al cristal, sino a las relaciones y asociaciones de las imágenes con el cristal. Podríamos decir que, si el modelo de identidad moderna apuntaba a una construcción física del cuerpo, en la postmodernidad no hay cuerpos físicos, sino “transparencias”, envolvencias, ausencias: ausencias que se resuelven en presencias simuladas. Cuerpos muertos, ficciones de vida.
En este juego de reflejos, transparencias y miradas del cristal y la pantalla se articularía una nueva concepción del cuerpo y de la identidad. Reflejos y transparencias que, naturalmente, carecen de profundidad y que actuarían no ya por inyección introspectiva en el espacio, sino por contacto de superficies planas en extensión. De aquí la representación de la cultura, el lenguaje y la espacialidad postmoderna como collage, una topografía formada por fragmentos a menudo disímiles, disonantes entre sí, configurados por la “fuerza de voluntad” de un juego de miradas sobre la propia extensión espacial. La concepción vertical del espacio que se resolvía en lo moderno en una “arqueología de lo profundo” presente en la representación científica, psicológica, filosófica y artística, y que conformaría incluso la estructura de raza y clase social, pasaría a una horizontalidad en la cual las diversidades formarían una visión heterogénea y serían leídas y aprehendidas simultáneamente de acuerdo a una mirada textual. La nueva organización del espacio abandonaría, así, la posición vertical que ha caracterizado nuestro mundo óptico, asumiendo nuevas formas de composición y asociación y denunciando la profundidad “como un cebo engañoso”, según Deleuze. Ahora, “la imagen asume su carácter plano, se convierte en ‘superficie sin profundidad’ o en una profundidad fina como la de los bajos fondos oceanográficos”. La representación –esa narración que se inyectaba en un espacio in profundis– salta a la superficie para presentarse como lectura diagramática en la que el modelo de la ventana ha “sido sustituido por un plano opaco, horizontal o inclinable, en el que se van inscribiendo los datos”. […]
Lo que caracteriza al cristal –y con ello, al cuerpo que transparenta y refleja– es su falta de densidad, su materia traspasable, sin secretos, su casi inexistencia: sin duda, cuerpo orgánico y cuerpo existencial, cuerpos de lo espeso, de lo denso, han perdido en el cristal sus estratos psicológicos, su drama, su cuerpo histórico para convertirse en huellas, rastros, huecos, en roces evanescentes, en fantasmas apareciendo y desapareciendo en el tacto inaprensible y ambiguo de lo cristalino. En esta superficie fantasmal, el cuerpo actuaría como una imagen más entre las múltiples imágenes-fragmento de seducción en superficie con que se elabora y ofrece la economía –y su lado más sombrío, la conversión del sujeto en cosa, y cosa pública– a que alude Debord en La sociedad del espectáculo. Y ahora, ni siquiera en cosa, sino imagen, apariencia, memoria del cuerpo, de la cosa, que es reflejo transparente, sin consistencia: el cuerpo virtual de la tecnología. Lo que Jameson llamaría el “modelo de la profundidad” a través del cual se han articulado las nociones de los opuestos (como esencia y apariencia, represión y manifestación, autenticidad e ilusión) ha dejado paso a un nuevo modelo aún difuso, una “extraña y nueva superficie” que “en su forma más perentoria, ha convertido en arcaísmos vacíos nuestros anticuados esquemas de percepción”. Sin embargo, lo que hace una década Jameson calificó como un “modelo difuso” de espacialidad se ha convertido ya en una realidad múltiple y fragmentaria que actúa […] desde una nueva construcción temporal y espacial extensiva a numerosos ámbitos de la percepción.
Una percepción que se construye en el tejido transparente de la tecnología, y que concreta su identidad en las formas del cuerpo artístico y mediático. Son numerosas en los años ochenta y, especialmente, en los noventa las obras que hacen uso de elementos tecnológicos y de la pantalla cristalina como espacio, zona en la que el cuerpo se fragmenta en un puzzle o collage donde el flujo de contacto, iluminación, alimentación y transmisión de energía entre las piezas es una red de neones, enchufes y cables eléctricos. […]
Publicado en: LÁPIZ Revista Internacional de Arte, año XVIII (nº 155), verano de 1999, pp. 32-47.
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