Publicado en: LÁPIZ Revista Internacional de Arte, año XXXIII (nº 284), abril/mayo de 2014
Por: Vivianne Loría
En el año 2001, la galería Knoedler de Nueva York pagó a Glafira Rosales, marchante de Long Island, 950 mil dólares por una obra atribuida a Jackson Pollock, Sin título, fechada en 1950. En 2007, el financiero belga Pierre Lagrange compró el cuadro a la galería neoyorkina por 17 millones de dólares. Tres años después, el coleccionista trató de subastar la obra en Londres. Las reputadas casas de subastas Sotheby’s y Christie’s rechazaron el pollock porque ponían en duda su autenticidad. En 2011, el coleccionista presentó una demanda judicial contra la galería Knoedler, demanda que fue resuelta al año siguiente. El cuadro regresó a la galería, que cerraría ese mismo año como consecuencia del escándalo.
Años atrás, en 2003, la Knoedler había recomprado un pollock (Sin título, 1949), que también se reveló como falso, al coleccionista Jack Levy, quien lo había adquirido en esa galería en 2001 por dos millones de dólares. La falsedad de las obras citadas quedó demostrada al analizar los pigmentos utilizados, que resultaron ser posteriores a 1970 (Jackson Pollock falleció en un accidente de coche en 1956).
Si bien ambos casos fueron resueltos de forma particular y “amigable” entre los compradores de las obras y la galería de Manhattan, lo cierto es que la demanda de Pierre Lagrange alertó a otros coleccionistas, museos e intermediarios que en los últimos años habían comprado obras a Knoedler, una hasta entonces prestigiosa y antigua galería, fundada en 1846. Tras 165 años de actividad y una selecta clientela que incluía célebres figuras de la talla de Paul Mellon, la galería se vio obligada a cerrar sus puertas sin previo aviso ante la denuncia de Lagrange y el consiguiente escándalo. Desde entonces, ha salido a la luz que ya a mediados de los años noventa y hasta 2009 la mencionada marchante, de origen mexicano, Glefira Rosales había vendido a M. Knoedler & Co., además de los falsos pollocks, distintas falsificaciones de obras de Mark Rothko, Willem de Kooning, Richard Diebenkorn, Franz Kline y Barnett Newman, entre otros de los más grandes expresionistas abstractos norteamericanos del siglo XX. Al parecer, durante esos años se comercializaron a través de la galería neoyorkina sesenta obras falsas suministradas por Glafira Rosales. Otras tres, atribuidas a Motherwell –de la serie Elegías a la República Española–, fueron vendidas a través de la galería Julian Weissman.
La multimillonaria estafa conmocionó al mercado internacional del arte. Se sucedieron demandas penales ante la Corte Federal de Manhattan contra Glafira Rosales por estafar ochenta millones de dólares a las galerías Knoedler y Weissman, al Kemper Museum of Contemporary Art de Kansas City, a Cristhie’s, a otras galerías intermediarias y comisionistas y a coleccionistas. También se acusó a Rosales de evasión de impuestos y lavado de dinero, con lo que se enfrentaba a una previsible pena de 99 años de cárcel.
Los pleitos civiles de los coleccionistas contra la galería Knoedler y su directora, Ann Freedman, se multiplicaron. Se les acusa de vender falsificaciones, pero ellos, a su vez, claman ser víctimas de Rosales, y fundamentan su defensa apuntando a que en todo momento sometieron las obras a examen por parte de varios expertos, recibiendo dictámenes favorables. Alegan también que, en todo caso, son los coleccionistas los que tienen el deber legal de investigar la autenticidad de las obras que tenían la intención de comprar, cosa que no hicieron… De modo que las alegaciones de la defensa y las acusaciones de los abogados de las partes litigantes siguen enfrentadas.
Como es habitual en Estados Unidos, caben acuerdos de un acusado con la Fiscalía, y parece ser que Glafira Rosales se ha declarado culpable de la evasión de impuestos, lavado de dinero y demás cargos relacionados con el fraude y falsificación de obras de arte. Esta declaración de culpabilidad y la disposición de Rosales a restituir las cantidades defraudadas al fisco y estafadas a sus clientes, junto con su cooperación activa con la Fiscalía, están teniendo como efecto el aplazamiento de su sentencia. Por otra parte, la asunción de culpabilidad de Rosales sugiere que ni el propietario de Knoedler, Michael Hammen, ni su directora, Ann Freedman, confabularon en la venta fraudulenta de las falsificaciones…
No obstante, llaman la atención los extraordinarios márgenes de beneficio entre el precio pagado por la galería Knoedler a Rosales y el precio de venta a los coleccionistas. La relación de estas obras falsas que apareció publicada en la sección de arte del New York Times del pasado 25 de diciembre revela beneficios inusuales, de hasta el 1.100 por ciento entre el precio pagado a Rosales y el cobrado al poco tiempo por la galería Knoedler. De las demandas civiles por fraude presentadas por los coleccionistas contra Knoedler, todas pendientes de resolución, alguna basa su argumentación en que, de no ser por las ventas de estas obras falsas, la galería habría tenido pérdidas, en lugar de las ganancias millonarias que obtuvo en los últimos años.
Según declaraciones de la directora de Knoedler, Ann Freedman, a la hora de ofrecer las falsificaciones, Rosales explicaba, a falta de la pertinente documentación, que habían pertenecido a un importante coleccionista mexicano que las había adquirido directamente a los artistas en los años cincuenta y cuyos herederos querían permanecer en el anonimato. En alguna otra ocasión y según convenía, con miras a hacer más verosímil la procedencia de las obras, el coleccionista anónimo pasaba a tener nacionalidad española. Pero lo cierto es que el único español implicado hasta ahora en la estafa es la ex pareja de Rosales, José Carlos Bergantiños Díaz, detenido en Sevilla en plena Semana Santa. Estados Unidos ha solicitado la extradición de este personaje, acusado de ser el encargado de contratar al artista chino Pei-Shen Qian, autor material de las falsificaciones.
A Bergantiños, natural de Guitiriz (Lugo), se le acusa de los mismos cargos que a Rosales, es decir, de estafa y delito fiscal, además de falsedad documental. Bergantiños entró en contacto con Pei-Shen Qian de forma casual cuando este vendía sus cuadros en una esquina del distrito de Queens por unos pocos dólares. La habilidad de este artista llamó la atención del “marchante” gallego, que empezó a encargarle distintos cuadros realizados a la manera de los más importantes expresionistas abstractos norteamericanos. Después, según el septuagenario artista –que ahora se resguarda en China, país que no tiene convenio de extradición con Estados Unidos, de las consecuencias de su papel en la trama–, Bergantiños añadía la firma a los cuadros y envejecía las telas mediante infusiones de té y aplicando calor y otros trucos que, aunque burdos, consiguieron crear la ilusión de autenticidad ante los compradores, que se dejaron llevar por el espejismo creyendo haber sido bendecidos con el descubrimiento de una obra no catalogada de un gran artista.
Según parece, y como es habitual en este tipo de tramas, Pei-Shen Qian, autor directo de las falsificaciones, recibía una fracción ínfima del dinero cobrado por los estafadores por aquellas piezas falsas. De esta forma Bergantiños se aseguraba la continuidad de la producción, evitando que el pintor cayera en la tentación de dejar de fabricar las falsificaciones. Parte del dinero obtenido por la pareja Rosales-Bergantiños se ingresaba en distintas cuentas de bancos españoles, en las que constaba como firma autorizada la del hermano de Bergantiños, también detenido en Galicia, pero de quien no se solicita, de momento, la extradición.
Antes de este episodio, Bergantiños ya estuvo implicado en otras querellas judiciales relacionadas con el fraude. Una de ellas fue la relativa a la venta de siete obras de la artista Maruja Mallo que, según el hermano de la artista, fallecida en 1995, y según la galería madrileña que comercializa y conoce su obra, eran muy sospechosas de ser falsas.
El caso Rosales-Bergantiños bien se presta al argumento de un sabroso culebrón en torno a la falsificación de obras de arte y a lo incierta que puede llegar a ser la atribución de autoría del arte moderno. Pone, de hecho, de manifiesto esa verdad que el mercado del arte tanto se esfuerza en tapar: una parte nada desdeñable de la producción artística que circula por ahí, desde un cuadro hasta una porcelana, si son importantes, si se cotizan bien, tienen grandes posibilidades de ser falsos… y los “expertos” no son siempre una voz fiable.