Publicado en: LÁPIZ Revista Internacional de Arte, año XXXIV (nº 289)
Por: Vivianne Loría
Si lo que llamamos arte es aún Arte, es una cuestión que se ha convertido en tema recurrente a lo largo de la última centuria. El siglo XX nos trajo esta incertidumbre entre otras muchas, todas nacidas quizá del profundo cambio social experimentado con la industrialización. Los avances técnicos nos ofrecieron la posibilidad de optar por un abanico de vidas posibles, todo un horizonte lleno de desenlaces probables. Crecemos pensando que podemos ser lo que queramos, libres ya de las servidumbres antaño impuestas por el origen. Con las vanguardias, el arte pareció también romper, por fin, de manera definitiva, con su sumisión histórica al Poder. Pero aquel camino que inició con el divorcio de la tradición lo ha conducido a la tiranía de la novedad y a una esquizofrenia que lo hace debatirse entre la fealdad agresiva y la belleza sin sustancia, entre el discurso rimbombante y aburrido y la cursilería de lo bonito trivial pero reconfortante.
Eventos como la Bienal de Venecia ponen cada tanto en evidencia esta fractura. Hay un histerismo peculiar en ese despliegue de decenas de propuestas que intentan trabajosamente orquestar una experiencia novedosa e inolvidable, que sin embargo parecerá ya añeja y enterrada en el profundo olvido dentro de unos pocos meses. Ciertamente este síndrome de fugacidad afecta hoy a todos los ámbitos de la actividad humana, y de él no ha conseguido librarse ninguna de las otrora grandes y eternas expresiones de la creatividad. En el precario marco que acoge hoy las obras de todo tipo, sean éstas novelas, composiciones musicales, coreografías u obras plásticas, el maremágnum del olvido acecha y engulle cada nueva propuesta. Y a pesar de ello muchos creadores siguen esforzándose afanosamente por presentar una nueva perspectiva o una nueva aproximación que explote alguna esquina poco explorada del agotado repertorio temático y estilístico de las artes. Otros, en cambio, bien asumen la imposibilidad de reinventar el mundo, bien optan por la cínica reutilización de referentes y la continua recreación de sus propias obras, calibrando con justeza la mala memoria del público, que se halla sumido en una carrera en pos de lo que está por venir: la próxima serie, el próximo smartphone, la próxima Biennale…
Pero toda forma de arte exige contemplación. Con la extinción de ésta, se pierde también su razón de ser. Será tal vez esa evolución hacia la inmediatez y la instantaneidad la que mate al fin al arte tal como lo hemos entendido en los últimos cinco siglos. Y tal vez es precisamente el presentimiento de este deslizamiento al despeñadero el que desde hace décadas ha venido inflando cada vez más los discursos que intentan encontrar otro fin al arte más allá de su clásico estatus de bien de consumo para las élites. Vista en perspectiva la evolución de estos discursos, da la impresión de que nos hallamos ante el desarrollo de un singular aparato de marketing orientado a sostener a toda costa la idea de la necesidad del arte, como si se temiera que un día las élites decidieran que se trata de una actividad obsoleta. Pero detrás de esta labor mercadotécnica no se halla una única entidad, sino todo un ecosistema que desde el siglo XIX ha crecido en cultivo en torno a la creación artística, engendrando alrededor de ésta una compleja trama de entes dependientes, todos financiados por la idea de la necesidad del arte. Es, pues, sorprendente que una de las nociones más prósperas en torno al arte contemporáneo sea la que sostiene que es libre, independiente, incluso genuinamente contestatario, crítico con la realidad, como si de verdad hubiera roto las cadenas del mercado. No obstante, es una obviedad que el arte existe sólo porque hay quien paga por él, directa o indirectamente, tal como sucede con prácticamente cada actividad humana. La idea de la libertad del arte es, pues, una de las más ingeniosas estrategias de marketing creadas por el mundillo que vive de él. Y como todo eslogan exitoso, a fuerza de repetirlo durante décadas, los que componemos este ecosistema nos lo hemos acabado creyendo de verdad. Es tal vez por eso que siempre recuperamos los mismos tópicos y las mismas obsesiones cuando abordamos la naturaleza del arte contemporáneo, su fealdad, su sinsentido y su vacío: queremos encontrar una explicación plausible a la falta de empatía que nos provocan tantas obras insustanciales como las que desfilan continuamente ante nuestros ojos. Queremos encontrar la joya que brille en medio de los desperdicios y que justifique la ampulosidad del aparato artístico.
Con estas cuestiones en mente, en este número presentamos un amplio recorrido visual por la 56ª Bienal de Venecia, y a continuación abordamos la situación de la plástica contemporánea valiéndonos de diversas perspectivas publicadas en la historia de nuestra revista que demuestran la creciente incertidumbre que enturbia el futuro del arte.